“Carta Pan” - Mayo de 2017

Lunes 01/05/2017

Extraído de un Servicio Divino realizado por el Apóstol Herman Ernst


Texto bíblico:
“Pero el Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios.” (Romanos 15:5-7)

El texto tomado nos enseña acerca de cómo glorificar a Dios. Siendo todos uno, una sola cosa. Nos lleva a revisar nuestra postura frente al Padre celestial, al Creador del cielo y de la tierra, al Todopoderoso. En primer lugar, para glorificarlo es necesario expresar nuestro sincero y profundo agradecimiento del corazón por lo que nos ha tocado, su gracia, ese amor no merecido. Tenemos la certeza de saber que Dios miró por nuestras almas desde antes de fundar el mundo, y lo que para nosotros es tan difícil de asimilar, es la realidad. Él es eterno, todo es presente para Él. Y en ese presente, mira permanentemente sobre nuestras almas.
Él nos colocó hoy, en este tiempo, sobre la tierra para que conformemos su pueblo y vayamos aprendiendo a ser reyes y sacerdotes, y después del retorno de Cristo, servir en el milenio de paz anunciando salvación a todas las almas, las de todos los tiempos.
¿Cómo podemos glorificar a Dios, nuestro Padre, que ha mirado de forma tan especial sobre nosotros? Dice en el Evangelio de Juan:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).
Allí estamos nosotros. De tal manera amó Dios a todos que nos ha dado esa oportunidad. Y para glorificar a nuestro Padre, tenemos que conocerlo y reconocer su gloria. Sabemos que Él es un Dios de amor. Quiere que toda la humanidad sea salva, y nosotros, sus hijos, como sus herederos, estamos llamados a colaborar en pos de ese cometido, porque ese deseo de nuestro Padre celestial se cumpla y no ser nada más que espectadores de su Obra, sino parte, protagonistas. Para ello el amado Dios una y otra vez nos insta a esforzarnos, a ser valientes, como le dijo a Josué: “Esfuérzate y sé valiente” (Jos 1:6-7), para que podamos anunciar las virtudes de aquel que ha de venir (1º Pedro 2: 9). Ese es nuestro envío y es lo que Dios espera de nosotros, que no nos guardemos para nosotros y solo en nuestro interior las experiencias y hermosas vivencias que tenemos como hijos de Dios, sino que en nuestro hablar y forma de vivir, confesemos el nombre de Cristo. Esto es parte de glorificar a Dios.
Él es un Dios de paciencia. No importa la gravedad de nuestros actos, no importa de qué diferentes maneras asumamos lo que hacemos o cuántos errores cometemos, eso no altera en nada la voluntad de Dios de hacernos salvos, ni cuántas veces hemos traído el mismo pecado para que Dios lo perdone aquí en el Servicio Divino; quizás hoy lo traemos una vez más. Sin embargo, Dios nos va a perdonar otra vez, su paciencia es infinita. Así queremos acceder al perdón, queremos hacer nuevas todas las cosas y queremos evolucionar como hijos de Dios. Debemos preguntarnos: ¿realmente queremos? Él nos sigue mirando con el mismo amor, con la misma misericordia, con la misma gracia.
Es también un Dios de consolación, nos ha regalado el don del Espíritu Santo (Juan 14: 26) que además nos enseña todas las cosas. Y también en cuanto al perdón de nuestros pecados, no es un fin en sí mismo: porque decimos: “en el Servicio Divino los pecados son perdonados”. Sin embargo, es el medio para lo más importante: el Sacramento que vivimos en cada encuentro con el Padre. No menospreciemos, ni quitemos valor a los efectos de esa experiencia al recibir ese medio de consustanciación con Cristo, para que Él viva en nosotros. El don del Espíritu Santo que llevamos en el alma, se debe desarrollar y ser también un impulsor para anunciar las virtudes de aquel que nos ha llamado de las tinieblas a la luz admirable. Se trata de intentar vivir en el Espíritu y aprender lo que nos enseña. A veces nos lleva a preguntarnos: ¿Qué te está pasando? ¿Estás creyendo ser mejor que otro? ¿De quién será este pensamiento? Si sabemos que cuando nos entregamos confiadamente en las manos de Dios, el don del Espíritu Santo muestra, enseña e impulsa, ¿por qué pasamos todo por el cernidor de la mente y no del Espíritu Santo para saber si los espíritus son de Dios? (1° Juan 4:1).
El Apóstol Pablo escribe esta carta a los romanos. Roma era la capital del imperio, allí confluían personas de todos los credos, nacionalidades y con las más variadas costumbres. En ese contexto el Apóstol Pablo les enseñaba de qué forma se podía ser uno: Dios no quería quitar las diferencias de opinión que tenían, Dios no quería (ni quiere) que todos fueran iguales, sino que se aceptaran tal como eran, los unos a los otros. Y tras aceptarse, poder entenderse, y tras entenderse, poder amarse. El Señor quiere que seamos uno. Esa comunión y esa unidad, es la forma de glorificar a nuestro Padre. Como dice el texto:
“…para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.”
Quizás cuando recibimos esa palabra, a principio de año: “Gloria a Dios, nuestro Padre”, nos preguntamos: “¿de qué forma lo glorifico?”, y hemos buscado alguna opción diferente de expresarle glorificación y alabanza en la oración. Aquí, hoy, tenemos un medio: esforzándonos por ser uno entre nosotros. Ese esfuerzo es un cometido por el que realmente nos preocupamos, más allá de que eventualmente decaigan nuestras fuerzas, porque debemos luchar contra la comodidad de la implacabilidad del ser humano o porque sencillamente no nos gusta cambiar. No nos gusta tener que estar mirando sobre nuestra personalidad, estar frenando los impulsos… porque es tan lindo sentir que somos libres cuando nos dejamos conducir con lo que se nos viene en ganas, ¿no? Pero no nos damos cuenta de que, por el contrario, no es libertad, sino que lo que estamos haciendo es obrar conforme al espíritu que nos encadena, que coarta nuestra libertad. Y en ese engaño a veces decimos, por ejemplo: “le voy a decir todo lo que siento”, y no es otra cosa que el deseo de sacarnos el enojo que llevamos dentro y no podemos vencer. Entonces nos parece que ahí somos libres. Pero no nos damos cuenta de que nos estamos encadenando a lo que decimos y a ese espíritu. Vamos tomando más euforia sirviendo al espíritu del enojo y no podemos parar. Después, pedir perdón es todo un desafío. En cambio, dejándonos impulsar por el Espíritu Santo tenemos la consolación de sabernos todos pecadores, beneficiarios de la gracia de Dios, nuestro Padre.
Glorificamos a Dios en el esfuerzo por ser uno y de ponemos en el lugar del otro. En el juicio a las naciones, en Mateo 25, versículos 34 al 36, nos muestra también de qué forma hacerlo. Dice:
“Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer;”
Cuántos hambrientos se presentan a nuestro alrededor en el día a día. ¿No nos pasa que en el lugar de trabajo vienen a comentarnos cosas? Y nosotros pensamos: ¿por qué me lo cuenta a mí? Y, ¿qué hacemos? En lugar de sacar del don del Espíritu Santo y comenzar a mostrarles en qué creemos, qué es lo que llena nuestra alma de gozo, cuáles son nuestras expectativas, empezamos a quejarnos junto con ellos. Tomamos el camino cómodo de sólo expresar: sí, no sabés cómo te entiendo y te compadezco, qué situación tan difícil la tuya. Esa alma tenía hambre, yo tenía el pan de vida y no se lo di, no lo compartí. Debería empezar nuestra conversación: “¿sabes que yo soy un hijo de Dios? Que porto el don del Espíritu Santo y que mientras estabas hablando le pedía a Dios que nos dé una palabra para que la podamos compartir. Y que siempre voy a poder hacer algo por ti, porque yo puedo pedirle a mi Padre como su hijo, no solamente como hijo de su creación, sino como su hijo, ¿querés experimentar lo mismo que yo?”. Entonces no solo se trata de empatía, expresando cuánto le entendemos, o qué injustas las cosas que le pasan, eso sería en el caso del hambriento como decirle que siga buscando conseguir algo en algún otro lado, golpeando otras puertas.
El texto sigue luego: “…tuve sed, y me disteis de beber;”
Nuestro Señor Jesucristo le dijo a la mujer samaritana, junto a la fuente: “Pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brota para vida eterna” (Juan 4:14). Anunciar el Evangelio es a lo que son llamados los Apóstoles y por ellos somos todos convocados a vivir según él y es lo que tenemos para dar cada hijo de Dios, verdadera agua de vida. No necesitamos tener un traje negro para ser servidores, siervos en la casa de nuestro Padre celestial.
Dice también: “…fui forastero, y me recogisteis;”
En esa intención o en ese propósito de glorificar a nuestro Padre tratando de ser uno solo, todos, unánimes, ¡nos encontramos con tantos que son tan diferentes a nosotros! ¿Podremos tomar esa enseñanza del Apóstol Pablo? Y decir: Dios no quiere que seamos todos iguales, Dios quiere que tengamos nuestras diferencias, pero que podamos aceptarnos tal como somos, abrir el corazón a los demás tal como son y facilitarles a los demás que me acepten tal como soy. ¡Qué hermosa tarea! Porque a veces la gran mayoría de los problemas que tenemos con los demás, son porque pretendemos que sean iguales a nosotros, y más que pretender, hasta lo exigimos. Muchas veces encontramos esto bajo el mismo techo. Los forasteros y extranjeros hablan otros idiomas. Es tan difícil entenderse, ¿no es cierto? Pero siempre se dice que cuando llega el momento de comer uno se hace entender. Porque allí hay voluntad, hay deseo. Con aquel que es tan diferente a nosotros, si tenemos la intención, el deseo verdadero de ayudarlo, de poder entenderlo, de colocarnos en su lugar, vamos a lograr comunicarnos y entendernos. Colocándonos en su lugar, vamos no solo a poder aceptar sino también comprender y ayudar. También nosotros recibiremos ayuda para tener un corazón mucho más abierto, más dócil y más sensible a todo lo que nos rodea.
Luego dice el texto: “…estuve desnudo, y me cubristeis;”
Hay personas que, como suele decirse, no tienen filtro, que dicen todo y se muestran tal como son. ¿Y nosotros qué hacemos con esa “desnudez” del que nos rodea? ¿La señalamos ante otros? ¿O la podemos cubrir? ¿Usamos lo que nos confían los demás para que se descubra su desnudez? ¿O tratamos de cubrirla? Cuando se sabe algo de alguien, ¿obramos con amor? ¿O somos implacables, los ponemos en evidencia y nos sentimos mejores?
“…(estuve) enfermo, y me visitasteis;”
Hay tantos que son recurrentes en sus luchas y situaciones, y no mejoran, ¿qué hacemos? ¿Tomamos distancia? Tal vez pensamos que todo lo que digamos no sirve de nada, pero es una caricia al alma del prójimo y qué lindo cuando podemos ayudar, no importa cuántas veces. Así como Dios nos perdona los pecados sin importar las veces, con ese mismo amor, en comunión con nuestro Señor Jesucristo y entre nosotros. Para acariciar hay que estar cerca, así visitamos, nos allegamos a ellos.
Finalmente dice: “…en la cárcel, y vinisteis a mí.”
Son aquellos que parecen encerrados en sí mismos y en sus problemas. Qué lindo cuando en lugar de dejarlos solos, vamos y nos ponemos un poco en su lugar, podemos visitar el alma de aquellos que están “encerrados”, involucrarnos, para “ser uno, unánimes”.
¿Cómo podríamos mirar por encima del otro si lo que tenemos para heredar todos es lo mismo: la gloria eterna? No buscamos compararnos ni destacarnos. No miramos los errores del otro para justificarnos, la herencia es tan grande que no hay nada por qué pelearse, porque es para todos.
En la parábola de los obreros de la viña nuestro Señor nos lo enseñó bien claro. Los que llegaron al final cobraban lo mismo que los que estaban trabajando desde temprano. Entonces estos se enojaron; querían cobrar de acuerdo al esfuerzo. No miremos el esfuerzo, si al otro le va bien, espiritualmente también, si tiene unos dones maravillosos y a mí me cuesta abrir el corazón a la palabra, sensibilizarme, perdonar, igualmente Dios nos ofreció a los dos la misma paga. No pasa por el esfuerzo, es por la gracia. Porque todo es gracia. Si lo asumimos así, haremos todo por amor a Dios, por su salvación para la eterna comunión con Él.
Cuando sabemos que el perdón no depende de la gravedad de nuestras obras, venimos con un sentir humilde. Hoy necesitamos el perdón para poder tener comunión con nuestro Señor Jesucristo.
Cuando reconocemos a Dios nuestro Padre de amor, de paciencia, de consolación, y todo lo que nos brinda y pone a nuestro alcance, no nos alcanza la vida para brindarle el corazón más y más. Tampoco tengo miedo de abrirle el corazón al que me rodea, porque si Dios está conmigo, ¿quién estará contra mí? Qué bueno si a partir de hoy hacemos el gran esfuerzo por ser todos uno. Porque Dios nos dijo que de esa manera lo estamos glorificando. ¡Qué hermosa invitación!

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