Experiencias de nuestros pioneros

Lunes 02/09/2013

Escribe el Anciano de Distrito e.d. Guillermo Ellemberg (Rosario, Argentina)


La Paz
“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27).
“Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jeremías 29:11).

Paz: ¡Qué palabra tan corta pero cuánto valor tiene!
Nosotros podemos gozarnos de que el Señor Jesús nos dejó su paz; ya lo había dicho el amado Dios, por el profeta Jeremías, que tenía pensamientos de paz para nosotros; el Señor Jesús cumplió con ese pensamiento divino al darnos su paz.
Estamos muy agradecidos de que haya sido así. ¿Cuándo recibimos esa paz en nuestro tiempo de vida? Cuando recibimos el perdón para nuestros pecados, a continuación Dios nos expresa: La paz del Resucitado sea con vosotros. Si tomamos en el corazón las palabras de la Absolución y la paz que se nos ofrece, podemos regresar a nuestros hogares con la alegría de saber que Dios tiene los mejores deseos de bendición para con nosotros.
En el tiempo de los primeros Apóstoles, los Apóstoles conocían el valor que tenía la paz para los hijos de Dios. Encontramos en casi todas las epístolas de los Apóstoles las palabras de salutación: “Gracia y paz a vosotros de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”. Incluso, Juan en Apocalipsis 1: 4 dice: “a las siete iglesias que están en Asia: Gracia y paz a vosotros del que es y que era y que ha de venir […]”. En los Evangelios leemos que la palabra paz aparece una veintena de veces.
Podemos decir que el amado Dios nos regala su paz muy a menudo.
Para nosotros, la paz tiene un significado muy superior a lo que puede decir el diccionario; depende de cómo nos encontramos frente a nuestro Padre de amor.
Pero, ¿la paz que nos brinda el Señor nos dura mucho tiempo? Tenemos que luchar para que no nos sea robada. ¿Quién puede robarnos la paz? Los pensamientos que llegan a la mente por las circunstancias que nos rodean y que luego llevamos a nuestros corazones. En este sentido, hacemos como los rumiantes que comen, luego regurgitan lo comido, lo vuelven a masticar y así lo hacen varias veces; así se alimentan y lo comido les hace bien. A los pensamientos que nos quitan la paz también los “regurgitamos” una y otra vez, ese rumiar, en vez de hacernos bien como a los rumiantes, nos provoca que nos hundamos en desasosiego y dolor.
También perdemos la paz cuando no podemos perdonar a nuestros hermanos o a cualquier persona; cuando los vemos, sentimos impaciencia y odio. Cuando nosotros perdonamos, somos los primeros beneficiados pues conservamos la paz en nosotros.
Pero el Señor no quiere que suframos y que andemos “en sombra de muerte”; tenemos la seguridad: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Salmos 23: 4). Por eso nos regala su paz continuamente.
Cuando tenemos la paz del Señor, podemos sobreponernos a las circunstancias y vivir con alegría cada momento de nuestra vida.
¡Qué hermoso y curativo es recibir la paz del Señor! Pensemos en el momento más difícil que vivieron los discípulos, cuando Jesús había sido crucificado. Se habían encerrado por temor a los judíos; entonces “[…] vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros” (Juan 20:19). ¿Qué habrán sentido los discípulos en sus almas? Supongo que nunca habrán vivido la bienaventuranza que vivieron en ese momento. En un instante recobraron la calma y el gozo. De la misma manera el regalo de la paz tiene que quitarnos todos los pensamientos que nos hunden en la aflicción.

Nací en 1936 y tuve la gracia de haber sido bautizado y, en el mismo año, haber recibido el don del Espíritu Santo de manos del Ayudante Apóstol Mayor Schlaphoff; vivíamos en Villa Urquiza, Buenos Aires; un par de años después, nos mudamos a Rosario. Recibíamos lo que hoy llamamos “Carta Pan” y la Santa Cena ya que no había ninguna comunidad. En noviembre de 1941 se abrió la comunidad; mi papá recibió el ministerio de Ayudante Pastor.
Toda mi vida la he dedicado al Señor. Me permitió colaborar en su Obra, con ministerio, por casi 44 años, pasando a descanso en 2001. Pero desde niño quise colaborar; en la juventud hacía algunos trabajos y, cuando terminé la escuela técnica, noviembre de 1954, me ofrecí para colaborar en la Obra de Dios. Ahora, estando en descanso, también hago algunos trabajos; también toco el armonio en el coro de la Tercera Edad de nuestro distrito.
Tengo la alegría de ver que, de aquella pequeña comunidad comenzada por dos familias, ahora tenemos 5 iglesias en la ciudad de Rosario, una en San Nicolás (provincia de Buenos Aires), una en la ciudad de Santa Fe (capital de la provincia de Santa Fe) y otra en Paraná (capital de la provincia de Entre Ríos); además de comunidades en San Nicolás, Venado Tuerto, Villa Diego (en la ciudad de Villa Gobernador Gálvez), Granadero Baigorria, Sastre, Santa Elena (provincia de Entre Ríos) y Monte Caseros (provincia de Corrientes). También tenemos seis comunidades en formación.
En mi juventud y en mi vida de casado, pude colaborar con todo el corazón y traté de cumplir con lo que el amado Dios nos ha enseñado. No me puedo quejar de nada; más bien puedo felicitarme de haberlo hecho así. Por esta razón exhorto a todos los jóvenes a que puedan colaborar en la Obra de Dios con todo el corazón; podrán ser felices sobre esta tierra y podremos vernos en gozo y alegría eterna.
Queremos tener siempre en nuestro sentir lo que nos aconsejó el Apóstol Mayor Streckeisen: “Trabaja para el Señor y Él trabajará para ti”.
Quiero decir que no siempre las cosas se presentaron como uno lo habría deseado, pero siempre pude vivir el consuelo y la fuerza dada por nuestros vasos de bendición; ellos nunca nos abandonan.

Guillermo Ellemberg