¡Bienvenido!

Jueves 09/02/2023

En nuestra Iglesia siempre le hemos dado especial importancia al saludo de bienvenida cuando arribamos a la comunidad. Como hermanos oficiantes fuimos enseñados a hacerlo con alegría y amor. Recuerdo a esos maravillosos Diáconos que con dedicación nos enseñaban esto. Ellos sabían el valor de ese saludo y cómo predispone a cada miembro de la comunidad para vivir el servir de Dios minutos después. A estas reflexiones me llevaron dos sucesos que conmovieron mi alma especialmente…


Por mi actividad ministerial me tocaba poner en descanso a un Diácono, de esos que cuando uno llegaba a la comunidad tan solo con su saludo uno ya se sentía inundado de amor. A través de los años, siempre, él logró hacer sentir a los hermanos y hermanas lo que les esperaba en cada Servicio Divino.

Ese día, al llegar a la comunidad me recibió otro hermano ya mayor, que de una manera muy particular me dijo: “¡Bienvenido a la casa de Dios!”. ¡Me alegró tanto! Se lo dije y agradecí. Respondió con entusiasmo: “¡Estoy colaborando!”.

Se realizó el Servicio Divino y el pase a descanso del mencionado Diácono. Luego, mientras estábamos en la sacristía con él y otros portadores de ministerio, alguien golpeó la puerta: era ese hermano que me había recibido y ahora nos quería relatar algo. Nos contó que había conocido la Iglesia unos años antes y dijo: “Si hoy sigo aquí, perseverando, es gracias al saludo de bienvenida que él me dio aquel primer día”, refiriéndose al Diácono ahora en descanso.

El segundo suceso fue un sábado por la mañana, en una pequeña comunidad de Argentina. Al visitar la escuela de música del lugar, donde asisten seis niños, vivimos un momento muy especial. Pudimos compartir sus sentimientos y la alegría con que aprenden y se expresan musicalmente. Cuando al día siguiente llegué a la comunidad, en la puerta me recibió uno de los alumnos de la escuela de música, de unos tres años. Con su saco, camisa y corbata, me dijo alegremente: “¡Binvinido!”. Nos dimos un abrazo, con un amor y calidez que no puedo poner en palabras.

Estos dos pequeños hechos, con dos protagonistas en momentos tan distantes de la vida, me hacen pensar y sentir el valor de lo que nos enseñaban aquellos Diáconos: cómo pararnos, cómo mirar a los ojos, cómo hacerle sentir al que llega que es Dios el que lo ama y espera en su casa. Se abre así algo mucho más grande que la puerta de una iglesia: son los brazos abiertos de Dios mismo, expresándose en el corazón de quien nos da la bienvenida. Ser recibidos así nos predispone a lo más importante: la escucha atenta y deseosa del alma que necesita de Dios, y además predispone a volver una y otra vez.

Obispo Leonardo Berardo

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