“Carta Pan” - Marzo de 2015

Jueves 05/03/2015

Extraído de un Servicio Divino realizado por el Apóstol Herman Ernst


Texto bíblico:
“Y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles.” (Lucas 12: 36-37)


Este texto es una hermosa imagen que nos presenta el Señor acerca de nuestra espera hasta que Él regrese para tomarnos consigo. Hay muchas formas de esperar. Y a partir de esta imagen podemos figurarnos el estado de preparación y de expectativa necesario para que cuando llegue podamos ir a su encuentro enseguida. Cuántas veces nos ha pasado que esperamos a alguien y estamos tan atentos… De esto podrán hablar por ejemplo las madres cuando los hijos crecen y empiezan a salir a la noche, ¿no? Entonces “el radar” queda ahí, encendido; duermen con un ojo abierto mirando la puerta... Y muchas veces un ruido previo ya alerta, aumenta la expectativa, y enseguida, presuroso, al escuchar el ruido de la puerta, cuando llaman, uno puede abrir.
En nuestra vida de fe estamos viendo, percibiendo esas señales previas. Nos damos cuenta del tiempo en que vivimos. ¿O dejamos que las situaciones del día a día nos avasallen, nos lleven a vivir conforme a lo que nos rodea y dejamos de prestar atención a la venida de nuestro Señor Jesucristo? Es un estado de atención en el que deberíamos espiritualmente estar mirando hacia lo alto en todos los momentos.
Nuestro Señor Jesucristo, en Mateo 25 relata la parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes insensatas. Algunas guardaron aceite, pero allí dice que todas cabecearon y se durmieron. Podríamos tener aceite en nuestras lámparas, tener muchos años de hijos de Dios y haber atesorado hermosas experiencias de fe, llevar y tener un amor incondicional hacia el Señor y su Obra; pero cuidado, estemos en ese estado de atención, porque el Señor viene. Y podríamos decir que ya casi se sienten esos “ruidos” que se oyen cuando se va acercando. Que podamos vivir así la preparación para la venida de nuestro Señor Jesucristo.

Dice el texto que cuando Él llega, llama a la puerta. El Señor en esta imagen se presenta como un maestro que sirve a sus servidores. Porque dice que llama y cuando entra, se ciñe y se pone a servirlos. Hace sentar a la mesa a sus siervos. ¿Qué otra clase de relación podría haber entre un señor y sus siervos para que las cosas sean así, si no es la de un sincero y profundo amor? El siervo esperando con expectativas a que llegue su señor y el señor cuando llega, que se ciñe, los hace sentar a la mesa y los sirve, es así nuestra relación con nuestro Señor?

En Romanos 8: 35 también el Apóstol Pablo pregunta y dice:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo?”
Y luego enumera muchas situaciones. Queremos nosotros, en nuestra alma, estar apercibidos, para que nada nos aparte del amor de Cristo. Sepamos que todo esto culmina en la eternidad. Nosotros muchas veces aquí en la tierra hicimos bien un poquito nada más, y ya queremos ver las consecuencias. Cuando íbamos a la escuela nos enseñaban a hacer un germinador, en mi caso todos los días lo miraba a ver qué pasaba. A veces nuestra vida espiritual es semejante; pusimos la semilla y queremos ver resultados… Es en la eternidad el resultado, amados hermanos, en la eternidad, para siempre.

En Mateo 20: 28 el Señor ha dicho a sus discípulos que no había venido para ser servido sino para servir. Nosotros somos llamados también a servir al Señor y al prójimo. Y para nosotros tiene que ser un propósito del día a día. Desde la solidaridad en la vida natural hasta lo que permanece para siempre: poder compartir el amor al Señor, al Padre y la revelación del Espíritu Santo, que nuestro Señor Jesucristo nos dijo que en donde dos o tres estuviesen reunidos en su nombre, Él estaría en medio de ellos. ¿No nos gustaría que el Señor estuviera entre nosotros cuando estamos con nuestro vecino? ¿Y quién puede ir en nombre del Señor sino aquel que porta el don del Espíritu Santo? ¿Y por qué esto no siempre es así? Porque muchas veces soy yo quien lo contiene. El Espíritu Santo me muestra la oportunidad y siento el impulso de mostrar las cosas que se guardan en el alma y dejo que los pensamientos me frenen… Entonces, como ese siervo, quisiéramos abrir la puerta, pero los pensamientos dicen: “no, dejá, cuando venga va a llamar...”
Hay distintas formas de esperar. Hay distintas formas de vivir con ese don del Espíritu Santo que fue entregado a nuestra alma, tenemos que dejarlo obrar y que todo otro pensamiento se acalle. Dejar las razones de lado, dejar las conjeturas y las posturas, para que obre el Señor en nosotros.

Esto no quiere decir que vamos a andar por la vida como iluminados, sino que vamos a compartir la luz de nuestro Señor Jesucristo, a reflejar la luz que nos ha dado. Y si el Maestro nos ha enseñado que cuando Él entra al corazón nos hace sentar a la mesa y nos sirve, ¿cómo debería ser la relación con nuestro prójimo? ¿La de alguien que va y le dice todas las cosas como son y cómo se debe obrar? ¿O la de un servidor que se inclina y sirve al que le rodea? ¿Estamos dispuestos a lavar los pies de nuestro prójimo? Dijo Jesús: mi ejemplo os he dado para que hagáis como yo he hecho (comparar con Jn 13:15). Allí entonces también tenemos que mirarnos.
Muchas veces en lugar de lavar los pies de nuestro prójimo o de nuestro hermano principalmente, hacemos notar “qué sucios están”: “cómo se equivocó”, “mirá en qué anda”, “con razón no viene a los Oficios”. ¿Por qué no voy y “le lavo los pies”? El Señor está presente también en mi hermano, porque Él se manifiesta en mi hermano, en mi hermana. ¡Qué diferencia! Que podamos esforzarnos por vivir los sentimientos que fluyen del Espíritu Santo. Como decía el Apóstol Pablo en la epístola a los Romanos, “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro 5:5).

Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó que Él como Señor viene y llama a la puerta. Podríamos pensar: el señor que regresa de esas bodas, viene a su casa, ¿y tiene necesidad de golpear a la puerta? El Señor, el creador del cielo y la tierra, nos ha amado, ha descendido a la tierra y se sacrificó por nosotros, por nuestros pecados, para que tengamos vida eterna; ¿debería golpear a la puerta de nuestro corazón? En su amor y en su delicadeza lo hace. Y si nosotros no le abrimos, no entra.
Hermanos: prestemos atención cómo está nuestro corazón, a veces lo dejamos abierto irresponsablemente. Hagamos la prueba, vayamos a casa, dejemos la puerta abierta todo el día y veamos qué nos queda al final del día, con el alma a veces obramos así, dejamos que nos roben todo lo valioso que tenemos, más cuando la mantenemos debidamente cerrada y permanecemos atentos cuidamos qué es lo que entra, y no permitiremos que quede esperando nuestro Señor para poder entrar. Él en su amor nos brinda de su palabra permanentemente, más allá de cuántas personas lo busquen, Él provee de todo lo necesario para que todo aquel que en Él cree y le busca, le pueda hallar y ser salvo, en esto como sus hijos del tiempo final debemos estar en primera línea allí, esperando y viviendo su palabra.
Para ello nuestro Señor Jesucristo ha dejado a sus enviados. El Apóstol Mayor permanentemente está velando para que en la doctrina se cumpla exactamente la voluntad de Dios y que sea accesible a todos los seres humanos, vela también para que esa palabra pueda llegar en forma uniforme a todos, más allá de las culturas, de las diferencias. Es ese enviado de nuestro Señor el que está mirando el desarrollo de la doctrina para que cada vez sea más accesible para todos nosotros. Un siervo siempre nos decía: cuando vamos por una ruta, y nos acercamos a una ciudad comenzamos a ver, al principio, las líneas más relevantes, los edificios más altos, después estando más cerca vemos más en detalle las maravillas y bellezas de ese lugar. Así es nuestro acercamiento a la patria eterna. Es el Apóstol Mayor el que vela para que cada vez que nos vayamos acercando, podamos ver con mayor nitidez lo que el Señor nos quiere alcanzar.

Nuestro Señor Jesucristo también cuida que no llevemos nada de lo que no podemos sobrellevar. En un momento los discípulos le habían preguntado al Señor y él respondió (esto está en Juan 16: 12):
“Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar.”

Y en 1 Corintios 10: 13 podemos leer que dice:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar.”

Ese es el amor de nuestro Señor Jesucristo, volcado a través de nuestro Apóstol Mayor para nuestro bien, en el encargo que ha sido dado a los Apóstoles de la revelación, en una entrañable comunión con su enviador. Ellos tampoco vienen e imponen, ni dominan a los fieles, sino que, como expresa en 2 Corintios 5: 20:
“Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.”

El apostolado no viene con imposiciones, reglas ni leyes, sino que viene con la súplica: “reconciliaos con Dios”. Que ese sea nuestro sentimiento, nuestra forma de vivir la Obra y nuestra relación con el Todopoderoso.

Los Apóstoles se ocupan de que esa palabra pueda llegar a toda alma y se pueda ver en ellos el proceder que se espera de un hijo de Dios. Y nosotros, como hijos de Dios, nos estamos preparando para el día en que venga Cristo, seamos arrebatados, participemos de las Bodas del Cordero, de la comunión con nuestro Señor, y tras ello venir a la tierra, en el milenario reino de paz, con Él, con Cristo, a predicar la salvación. Ante semejante futuro ¿no tendremos que ir preparándonos ahora? ¿No será que las luchas y circunstancias que nos permite vivir el amado Dios son para prepararnos para servir adecuadamente? Muchas veces a los siervos, cuando vivíamos situaciones especiales, venía el bendecidor y nos decía: “Quedate tranquilo, que lo que Dios quiere es que seas una herramienta idónea. Cuando seas llamado como siervo para ayudar a un alma, lo vas a poder hacer con mayor potestad, porque tú lo pasaste, tú lo viviste”. Como hijos de Dios estamos viviendo esa preparación, estamos en ese aprendizaje para poder servir a las almas que nos rodean y a las personas que estén en la tierra en el milenio de paz.

También tendremos que facilitarles el acceso a todos al altar. Para esto debemos quitar todo aquello que pueda obstaculizar el reconocimiento. Es necesario acercarnos al prójimo con amor y no para demostrarles qué buenas personas somos. Ahí está la diferencia. Cuando muchas veces nos acercamos a alguien con un sentimiento de lástima, esto no es suficiente, porque quien tiene lástima se compadece del otro, pero deja ver su posición aventajada, muchas veces denotando sentimientos de exaltación propia. En cambio quien ama, se pone en el lugar del otro.

El capítulo 14 de Romanos relata sobre la Iglesia del primer tiempo, los fieles tenían problemas entre ellos porque algunos comían determinadas comidas, otros no respetaban un día, y eso generaba divisiones. Dice que los que se sentían fuertes en la fe, menospreciaban a los débiles, y los débiles en la fe criticaban, juzgaban y condenaban a los fuertes. ¿Cuál era el resultado? La iglesia se dividía. Dice:
“Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones. Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come legumbres. El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido.” (Romanos 14: 1-3)

El versículo 10 después dice:
“Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo. Porque escrito está:
Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla,
Y toda lengua confesará a Dios.
De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.” (Romanos 14: 10-12)

A quien servimos es a nuestro Padre celestial. Hoy puede haber pensamientos: “la directora del coro no nos hace cantar como dice la partitura, porque no sabe nada”, “hay un hermano que sabe más que el otro”, “el arreglo floral no está como nos enseñaron en el curso”; hay tantos temas en los que podemos contender... No permitamos que ningún tema de estos nos separe, sino que por el contrario, nos unan más, son una oportunidad de apreciar los dones del prójimo. Para esto hemos sido llamados, para quitar todo aquello que pudiera separar, para aprender a amarnos con amor sincero, puro y perfecto, y profundizar los lazos entre cada hijo de Dios y todos juntos con nuestro Padre celestial.
En unos minutos vamos a participar del perdón y de la comunión con Cristo. El cuerpo y la sangre de Cristo serán dados para nosotros, nos vamos a consustanciar con Él. Él estaba con todos, no hacía las diferencias que hacían los fariseos, las autoridades de aquel tiempo.

Volviendo a la segunda parte del texto de hoy:
“Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles.”

Dejemos que el Señor nos sirva. Cuando el Señor les lavaba los pies, Pedro dijo: no, a mí no. Pero cuando el Señor le dijo cuál era el cometido, cuál era el fin, dijo:
“Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza.” (Jn 13: 9)
Estemos expectantes a lo que el Señor quiera colocar en nuestro corazón siempre, en todos los momentos.

Cada oración tiene que ser realmente un diálogo con nuestro Padre celestial, también en nuestra oración Él quiere entrar al corazón, hacernos sentar a la mesa y servirnos. Cuántas veces nos hemos puesto a orar en situaciones difíciles y surge el sentimiento: “Padre amado, te agradezco porque ya siento tu paz”. Con confianza esperamos y comenzamos a sentir cómo el Señor nos hace sentar a la mesa y comienza a servirnos. Que así sea nuestra relación con nuestro Padre celestial. Que lo alabemos tanto, que estemos expectantes cuando nos vaya a llamar y ya estemos abriéndole el corazón plenamente, acercarnos, permaneciendo en ese grado de expectativa tal que escuchamos hasta el más mínimo ruidito de que el Señor se acerca. Estamos en el tiempo final. ¿Escuchamos esos “sonidos”? ¡Esa es la meta! ¡Eso es lo más importante! Porque esto trae vida eterna. Venimos de estar lejos y condenados a la muerte espiritual, nada más y nada menos que a una gloria eterna, a ser reyes y sacerdotes por toda eternidad con el perfecto Dios, con el Dios de amor. No lo puedo tomar a medias, tengo que comprometerme, permanentemente y estar vigilando.

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