“Carta Pan” - Enero de 2015

Jueves 01/01/2015

Extraído de un Servicio Divino realizado por el Apóstol Gerardo Zanotti


Texto bíblico:
“Y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.” (1 Pedro 5:5)



Hoy estamos aquí y vivimos cada Servicio Divino como si fuera el último. Hay ciertas columnas, ciertos preceptos, pilares a los que ciertamente no quisiéramos ni deberíamos renunciar. Uno de ellos indica que venimos a la casa de Dios a escuchar la palabra de Dios por el envío de los Apóstoles; entonces no debería ser una hora, un instante que pudiéramos negociar o cambiar por algún otro. Porque es un instante en el que venimos a formar nuestra alma a la imagen y semejanza de nuestro Señor Jesucristo. A darle “un ladrillo más” a ese templo que Dios está construyendo, porque dijo: vosotros sois templo de Dios (comparar con 1 Corintios 3:16).
Cuando por ejemplo uno se pierde un capítulo de una telenovela, o una serie, de esas que pasan todos los días, como uno está interesado lo primero que hace es preguntarle a un vecino o a un amigo que también la sigue: “¿Qué pasó?”. Porque no queremos perder el hilo. No siempre esto sucede con nosotros cuando nos perdemos un Oficio Divino. No siempre vamos y le preguntamos al Pastor, al Diácono: “¿Cuál fue la palabra?”.
Como decíamos antes, venimos a la casa del Padre a formar nuestra alma, a construir nuestra alma a imagen y semejanza de nuestro Señor Jesucristo. Es adonde venimos a enterarnos cómo es Dios, cuál es la naturaleza divina y qué cosas son aquellas que son agradables delante de sus ojos y cuáles no. Porque si Él va a venir a buscar su semejanza, pues entonces todo el esfuerzo, todo el trabajo tiene que ver con asemejarnos a Él. A su modo de ser, al modo de ser de nuestro Señor Jesucristo. Y cada palabra que es despertada por el Espíritu Santo, cada texto bíblico, que es “letra muerta” pero vivificada por el Espíritu, entonces nos trae esa semblanza del reino de Dios que Él nos quiere mostrar en cada Servicio Divino.

Hoy el Apóstol nos trae el mensaje: “Sólo el humilde recibe gracia de Dios”. Dice que la soberbia no se puede sostener ante Dios. ¿Y cuándo la quiero sostener? Porque a veces la soberbia sí se puede sostener delante de los hombres. En el ejercicio de la soberbia muchos hombres creen que son más importantes que otros, que tienen más derechos, que tienen más posibilidades, que tienen el poder para someter a otros de muchas maneras. Pero el tema es que a la soberbia, que no precisamente es un don del Espíritu Santo, no la podemos sostener delante de Dios. No podemos pretender entrar en la patria celestial de la mano de la soberbia, o con un “paquetito” que sea nuestra soberbia, aquello que fuimos construyendo y lo queremos presentar delante de Dios. Eso no entra.
En este país (como en muchos otros), hay algunas barreras sanitarias. Si yo tengo un tío en el sur y le quiero llevar un embutido, no me dejan. ¿Qué hago? ¿Acaso lo escondo, lo pongo entre la ropa, en el saco, para engañar a aquellos que me van a parar seguramente en el cordón sanitario para revisar el automóvil? ¿O en la valija? Cuando me lo decomisan, entonces ya no lo puedo llevar.
A veces nosotros andamos con la soberbia a cuestas pensando que tenemos argumentos suficientes como para explicarle al amado Dios por qué llevamos esa soberbia encima. Pero dice aquí: no se puede sostener.
Porque expresa la Escritura que cuando venga lo que es perfecto, lo que es en parte será quitado (comparar con 1 Corintios 13:10). Y entonces si uno dice: “yo soy humilde”, ya dejó de serlo, ya entró “perdiendo 2 a 0”... La humildad no se demuestra por las palabras, se demuestra por los hechos.

Quien fuera el Apóstol de Distrito Pablo Bianchi comentaba en una oportunidad, que durante un viaje a Suiza para un encuentro con el entonces Apóstol Mayor Urwyler, algo le llamó la atención y fue que siendo el Apóstol Mayor, cuando había que trasponer una puerta de una habitación a otra, él mismo la abría, dejaba pasar a todos los Apóstoles primero y después pasaba él. Quizás las normas de protocolo decían que primero pasa el de mayor jerarquía. Pero en el ejercicio de esa “jerarquía”, él dejaba pasar a todos.
Yo conocí la Obra de Dios en la iglesia Boedo, que tiene la sacristía en el subsuelo. Cuando el Apóstol de Distrito Bianchi ya estaba en descanso concurrió durante un tiempo a esa comunidad. Usualmente iba vestido con traje sport o con camisa y corbata. Un día pasó al hall que da luego a la sacristía. Y no golpeó la puerta de la sacristía, en donde estaban los siervos, sino que esperó a que alguno saliera. Cuando salió, uno de los portadores de ministerio lo saludó: “¡Querido Apóstol, pase por favor!”. Y él dijo: “No, así no puedo entrar”. Si uno lo miraba, estaba perfectamente vestido. Solamente que no estaba con el traje negro. Pero él no se permitía entrar a la sacristía sino con el traje de siervo, digamos. No se permitía entrar a la sacristía con un saco sport, ni con la corbata, la camisa o el pantalón sport.
Esas cosas “marcan”; son como límites, son como señales donde Dios de alguna manera, utilizando una u otra herramienta te está diciendo: “Es hasta acá”. Nosotros a veces queremos traspasar esos límites, pretendiendo sostener actitudes más allá de esos límites.

Por otra parte, el Apóstol Mayor Schneider dijo: Hay que traspasar los límites. ¿Pero qué límites? Porque hay límites que son los de la bendición de Dios, de lo que es agradable delante de los ojos de Dios. Y después están los límites que nosotros nos imponemos.
¿Vieron cuando uno a veces está a disgusto? En un trabajo, en la casa, en algún área donde se comparte una actividad, y uno dice: “yo hago hasta acá”. A veces los niños cuando estudian dicen: “Yo estudio hasta acá”. Se ponen límites. Son límites que nos autoimponemos. Lo que dice el Apóstol Mayor es: traspongamos esos límites. Si antes hacíamos “hasta acá”, ahora hagamos “más allá de hasta acá”. Porque hay un cielo detrás de ese “más que hasta acá”, en todas las cosas que podemos hacer, en las que nos podemos perfeccionar, en las que podemos creer y en las que podemos sentir.

La humildad forma parte de la naturaleza divina. Así como el amor forma parte de la naturaleza divina. Y esto está demostrado no en los dichos sino en la obra de nuestro Señor Jesucristo en medio de los hombres, en la esencia de Dios en medio de los hombres. Porque, cuando hizo la creación visible colocó al hombre como “administrador” de esa creación. Y este hombre cayó en el pecado, en la desobediencia. ¿Dios no habría sido capaz de hacer una cosa de vuelta, nueva? ¿Pero acaso no forma parte del amor de Dios y de la misericordia, que ese hombre caído en el pecado, que la naturaleza de ese hombre caído en el pecado, tuviera la oportunidad de restablecer la comunión con Dios? Por eso el plan de salvación, por eso envió a nuestro Señor Jesucristo, por eso su sacrificio, su muerte y resurrección.
En cada uno de estos estamentos encontramos puntos que hablan de esa humildad que tiene que ver con la naturaleza divina. Y si volvemos al principio, venimos a la casa de Dios a escuchar su palabra, a escuchar en qué nos tenemos que convertir. Y tenemos que rogarle que ese don de la humildad también pueda ser sobre cada uno de nosotros. Porque a veces pasan cosas entre nosotros…
A veces nosotros, sin darnos cuenta, nos paramos en el lugar del otro, para querer ejercer sobre ese otro un derecho que no tenemos. Porque “tu hermano es tan bueno como tú”, pero resulta que cuando nos dan el borrador y la tiza y nos ponen delante del “pizarrón”, empezamos a poner aplazos, ¿no? Calificamos como no queremos que nos califiquen.

Dice aquí (en los Pensamientos Guías): “La humildad se mostrará en humillarse a sí mismo. El humilde no cede en sus esfuerzos por comprender al prójimo”. El Apóstol Mayor, antes de la institución ministerial, en un encuentro previo colocó algunas palabras. Entonces dijo, para los siervos (porque ahí había Apóstoles y Obispos, nada más): “Hermanos: ¡escuchad, escuchad, escuchad!”.

Cada uno vive la circunstancia como puede. Es como cuando nos martillamos un dedo en casa: uno puede tirar el martillo lejos, el otro no decir nada. Pero a todos les duele. Y cada uno de nosotros llevamos las circunstancias y las situaciones como podemos. Pero cuando expresamos esta sensación, esto que nos pasa en lo profundo del corazón, yo no sé qué les pasa a ustedes, hermanos, pero, ¿no sienten el deseo de que alguien los escuche? No porque tengamos razón. Es porque tenemos ganas de decirle a alguien lo que sentimos. Y en ocasiones aquel que nos tiene que escuchar pasa de largo de nosotros. A veces eso pasa en casa, a veces la esposa, el esposo pasan de largo, pasan de largo los hijos, pasan de largo los padres. A veces nosotros pasamos de largo. Es importante que nos sentemos a escuchar al otro, para ejercitarnos en esto: en poder comprender al otro. Porque en esta comprensión no lo estamos juzgando, Dios no nos llamó a nosotros para juzgar a nadie.

Entonces dice aquí: “[el que es humilde] Trata a cada persona con valoración y respeto. El ser humilde no supone sometimiento, renunciar a sí mismo o falta de voluntad”. Hay un texto en Filipenses, en el capítulo 2, que podemos leer. El título dice “Humillación y exaltación de Cristo”. Es una carta de Pablo a los filipenses.

Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (Fil 2: 1-8)

Entonces dice: “estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo”. No necesito conocer al otro para medirlo a ver si es superior o no es superior. Lo estimo. Y yo me estimo inferior al otro. No necesito saber cuánto sabe, no necesito saber quién es, ni el nombre o hijo de quién es. Lo que nos acredita es nuestra posición delante del amado Dios. No quiénes somos ni cuántos años llevamos en la iglesia. Ni de dónde venimos ni cuánto sabemos. Pasa por otro lado: pasa por el sentir de Cristo. Dice este texto: sin contiendas ni vanagloria. La gloria, cuando no es de Dios, siempre es vana, hermanos. ¡Siempre! No hay una vanagloria general que se transforme en la gloria agradable delante de los ojos de Dios. ¡No hay!

Continúan los Pensamientos Guías diciendo: “Siendo modestos… debemos mirar con modestia aquello que nos tiene preparado nuestro Padre celestial en cuidados y ayuda… valoremos especialmente la atención espiritual que nos provee en su casa”. Y volvemos al principio: el Servicio Divino. A veces no hay tiempo para venir, a veces no tenemos ganas, a veces nos pasan un montón de cosas. Nosotros lo sabemos. Pero Dios también lo sabe. Y cuando uno le pide tiempo a Dios para estar en su casa, se conmueven los cielos. El tema es que a veces ni siquiera se lo pedimos y damos por supuesto que no vamos a llegar. Entonces claro: no llegamos.
Son situaciones que uno escuchó y que uno vivió, y que fueron de aprendizaje para uno.

Veamos también lo que la Obra de Dios significa para el otro. Y cuando el amado Dios nos llame para interceder por tantas almas que no saben lo que nosotros sabemos y que no tienen lo que nosotros tenemos, entonces digamos: ¡Sí!

Por último, dice en los Pensamientos para este día: “Sirviendo a otros… Bueno sería que aquel dotado de tales dones los pusiera al servicio de Dios y el prójimo desinteresadamente”. Todo lo que es perfecto proviene de lo alto. Entonces, las cosas que sabemos hacer, las capacidades que tenemos, las aptitudes que tenemos, son de Dios. Él nos las dio. Y Dios quiere saber qué hacemos nosotros con esto. No es para que nosotros digamos “yo soy esto”, “yo sé esto”. Porque en esa misma línea de pensamiento, después cuando llega el momento de vincularme con el amado Dios decimos: “yo le di a Dios mi vida”, “le di los mejores años de mi vida a Dios”. Hay un canto que dice “en tus manos mis tiempos están”… Entonces, primeramente es lo que Dios me da, también el tiempo. Y después, qué hago yo con eso que Dios me da. Es el principio básico de la ofrenda.

Había una hermana que había venido a Buenos Aires a estudiar y trabajar. Al salir del trabajo, tanto para volver a su casa como para ir a la iglesia tenía que tomar un subte. Allí, se suelen hacen combinaciones. Entonces ella contaba que se encontraba en esos túneles ante una bifurcación, una apertura. Había carteles indicadores, que parecían decirle: “si tomás esta línea, vas para tu casa”, y el otro: “si tomás esta línea, vas a la iglesia”. Y vieron cómo es el verano, que uno tiene los pies de dos tallas más que los zapatos, le duele todo, tiene calor... Entonces ella, en esa bifurcación, tomaba decisiones. Porque si tomaba el que la llevaba a la iglesia, tardaba una hora y media más en llegar a su casa; si tomaba el otro, llegaba en quince minutos.
Ahora nosotros no estamos en el subte. Pero a veces también nos enfrentamos a esa decisión: ¿Qué hago? ¿Voy o no voy? Si por ejemplo viene el Pastor y me pregunta si quiero colaborar en la Obra de Dios, ¿qué le digo? ¿Que tengo “los pies hinchados”, que estoy cansado, que no tengo tiempo? Si canto “en tus manos mis tiempos están”, si el tiempo me lo dio Él, entonces es mejor que le diga: “¿Qué puedo hacer, querido Pastor?” No importa qué. En ese proceso de elección, en esas “bifurcaciones”, en ese túnel que no está bajo tierra sino en nuestro interior, que podamos elegir el altar del Señor.
Dios va a bendecir esa ofrenda. Porque a veces pensamos que Dios nos debe, que como le hemos dado tanto, Dios nos debe. Somos “acreedores de Dios” entonces tenemos derecho a pedirle esto o aquello. Hermanos: con Dios nunca vamos a estar a mano.

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